Porque los árboles tienen un tronco carnoso y de las manos les salen hojas y nosotros tenemos un tronco leñoso y de las ramas nos salen dedos, la mente se permite el lujo de afirmar que somos seres diferentes.
Un día, los pulmones, que se llenan con el oxígeno que desprenden y los pies, que caminan tranquilos porque las raíces afianzan la tierra que pisan, cogieron a la mente y la dejaron en el desierto sin sombrero de paja ni pellejo de cabra, para que tuviera tiempo de elaborar, a cielo abierto, mejor su teoría.
Tan solo media hora después, la pócima había hecho su efecto, y la mente empezó a tener claro que hablar de diferencias era una tontería puesto que, en realidad, estamos unidos a los árboles por un cordón umbilical al que estamos obligados a cuidar como a nuestra propia vida.
Entonces y solo entonces, los pulmons y los pieses trajeron de vuelta a la mente y la volvieron a poner sobre los hombros. Luego pusieron una hamaca entre dos árboles y todos juntos en paz y armonía pasaron la tarde balanceándose al abrigo de papá y mamá.
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