Nosotros


Vivíamos en la ciudad y vagábamos desconcertados por las calles, sin saber qué hacer, hasta que un día hartos, como suele decirse, de estar hartos, nos fuimos a vivir a un pueblo. Pero claro, nos habíamos criado en la ciudad y en seguida nos vimos vagando de nuevo por las calles, esta vez del pueblo, sin saber qué hacer. Hasta que por fin un día, o un jueves por la tarde, vimos una huerta preciosa en perfecto estado de abandono que nos llamaba así, con su tierna vocecita de tierra deseosa de germinar las semillas que generosamente le regalaba su amigo el viento. 
- Venid, venid, que tengo una cosita para vosotros - nos dijo la huerta.
Luego fue todo coser, leerse el libro de Mariano Bueno El huerto autosuficiente, cantar, leerse el libro de John Seymour La vida autosuficiente, saltar a la comba, leerse el libro de Masanobu Fukuoka La revolución de una brizna de paja y echar mano de los consejos de un semipaisano vecino de huerta.
De repente, ya no estábamos desconcertados. Incluso parecía que sabíamos qué hacer con nuestra vida. Sin duda fue un momento maravilloso en el que nos dimos cuenta de todo lo que supone la tierra, de todo lo que la tierra es capaz de cultivar en la fertilidad que llevamos dentro.
Poco a poco, los dedos de las manos se nos fueron llenando de flores que sumergimos en botes de cristal con aceite de oliva virgen extra sin filtrar para que macerasen lentamente en compañía del sol y las estrellas acomodados en el alféizar de la ventana. Después, con cuidado, como por arte de magia, el aceite se fue transformando en jabones y cremas dispuestos a acariciar la piel.
Una tarde, en esa incierta hora en la que el Sol apura sus últimos momentos mientras la Luna aparece todavía bostezando y a lo lejos la primera estrella titila, una mujer se acercó y nos dijo:
- Por fin, después de mil remedios, el culito escocido de mi bebé ha sanado con vuestra crema de caléndula.
Nos sentimos muy bien, como gente lombriz que sueltas en una tierra negra, mullida y rica en humus.