Yo tenía una lavadora del año 1980 y hace 10 meses definitivamente petó. Y aunque busqué las piezas de recambio en chatarrerías de confianza y patios traseros de octogenarius conocidos del pueblo, no hubo manera de encontrarlas.
Entonces, me vi envuelto en una disyuntiva que me condenaba por un lado a comprar una nueva de las que hablan, para sacarte datos que vender a terceros, y por el otro a no comprar ninguna, lo que me obligaba a lavar la ropa ayudándome de las manos.
Afortunadamente, mientras estaba cavando la tierra para empezar con la huerta de verano, una mariquita con sus puntos negros y sus alas rojas se me acercó subrepticiamente por la sordi para decirme que no, que las máquinas eran instrumentos tan poderosos que habíamos caído prisioneros de nuestra propia creación. Y que, aunque nos habían vendido la idea de que con ellas la vida iba a ser más fácil, en realidad la estaban complicando cada vez más al imponer un ritmo de vida frenético que, además de estresarnos, se estaba puliendo la biodiversidad del planeta.
En ese momento, lo vi claro: vendí lo que pude de la lavadora al peso y me fabriqué una artesana que va a toda pastilla de jabón sin necesidad de electricidad, que no gasta agua, porque después de lavar la ropa la reutilizo para regar un zarzal de puta madre con una planta muy graciosa en su interior que no quiero que esté a la vista, y que me permite hacer con la boquita el efecto centrifugado fiumfiumfuakafium que tanto me gusta.
Nunca le perdonarán el pecado de haber parado el mundo, el pecado de mostrar que, del contrato social, el Estado está más interesado en la parte del control social que en la de la atención social.
Nunca le perdonarán el pecado de habernos dado demasiado tiempo para pensar y habérnoslo quitado para hacer, el pecado de mostrar cómo resplandece la naturaleza cuando se apagan las máquinas, el pecado de que la corrupción, además de crear una burbuja inmobiliaria, como no podía ser de otra manera, también levantó pisos que son una estafa.
Nunca le perdonarán que haya demostrado con total claridad que desatender la causa para centrarse exclusivamente en las consecuencias es el más fabuloso de los negocios, porque actuar sobre las consecuencias necesita un medio, algo que se pueda comprar, vender o especular con...
El fin nunca fue el justificante de los medios uilizados, siempre fueron los medios lo que justificaron los fines en un mundo materialista.
El mundo nunca volverá a pararse, pronto estará preparada la tecnología 5G para que no vuelva a suceder. Pronto, hasta nuestra temperatura corporal estará geolocalizada, de manera que al menor síntoma se nos pueda obligar a permanecer aislados de manera individual. Así la sociedad del espectáculo podrá continuar. El número de afectados desaparecerá de los medios de comunicación porque serán hechos aislados, hechos que solo interesarán al afectado, y nada más.
Nunca le perdonarán el pecado de haber parado el mundo, como nunca dejarán de alabar la maravillosa tecnología 5G que, más temprano que tarde, será la primera causa de muerte debido a la cantidad de electroondas que van a inundar nuestra vida.
Descanse en paz el mundo analógico, donde todavía la palabra dada tenía valor de futuro. Viva el mundo digital donde la palabra dada solo son ceros y unos almacenados en una nube, que tampoco lo es.
Se habla mucho estos días de la importancia de aumentar el gasto en la sanidad pública, como diciendo que de los recortes lodos, vienen los hospitales hasta los codos, y, efectivamente, el gasto sanitario va a aumentar: el tuyo. De momento, el gasto necesario para hacerte con el equipo standard anti-transmission .
En cuanto al Estado, se gastará lo mínimo en adaptar los hospitales a la nueva normalidad y en equipos de lo más normalitos para el personal sanitario. Ni siquiera vamos a tocar a una cama por enfermo en el pasillo cuando el otoño que viene vuelva la nueva versión, corregida y aumentada.
Eso sí, la experiencia de haber montado un hospital de IKEA en IFEMA será de gran ayuda.
El pasaporte sanitario será otro regalito de la nueva normalidad. Lo de la bolsa de hierba lo puedo pasar, dijo el agente, pero ayudar a cruzar la calle a un octogenarius habiendo tenido paperoflexia de crío, imposible. Multa de las guapas.
Lo suyo sería atender la causa para no tener que atender la consecuencia, como no podía ser de otra manera. Vamos, lo que dicen por ahí: si las macrogranjas de animales producen macrogripes mundiales, evitando las macrograns evitaremos las macrogrips. Sin embargo, siempre se puede tirar por la calle de en medio y buscar la solución fácil que nos ofrece nuestra amiga la tecnología: magic sanitas app. Made in China, por supuesto. El Estado va a aprobar echando ostias el artilugio, que, por si fuera poco, hará más ricos a los ricos.
Mientras tanto, ya lo ves, seguimos esperando la vacuna salvadora, con la que se forrarán los mismos que se han archiforrado puliéndose el planeta, creando con ello el caldo de cultivo necesario para que el virus prospere.
Sin embargo, no en todos lados los estragos producidos por el virus han sido iguales. Las sociedades tradicionales donde todavía no ha llegado el progreso a saco lo han sufrido menos. Al no tener tantas cosas, tienen tiempo para ellos mismos, tiempo para convivir con los ancianos y no aparcarlos en las resident evil, tiempo para hacerse la comida y no comprarla prefabricada, tiempo para desplazarse a pata y no en trampas respiratorio-cardiochungovasculares. Y por aquí es por donde se puede atisbar un camino, por tener menos cosas, llevar una vida de monje e, incluso, hacer el bien sin mirar a quién, como hace la lombriz de tierra, que mientras hace sus movidas a todos beneficia.
Solo era un virus de malamuerte que mutó en comandante, del tipo de los que cuando llega manda a parar, y eso nunca se lo perdonarán. La fiesta caníbal no puede parar mientras quede algoalguien que fagocitar. Así las cosas, de nuestro paso solo quedarán unos y ceros en el altar del materialismo. Solo números... Al menos los rupestres dejaron pinturas en la cuevas, bien chulas por cierto.
Los findhiniyas viven en la frontera entre Chenisia y el Tíberit
y se dedican a la elaboración de sal de manera artesanal.
Básicamente pasan el día entretenidos llevando cubos de agua por sus propios medios de un depósito a otro, y de este al depósito principal. Luego esperan a que el agua se evapore y aparezca la sal.
Entonces, forman una caravana entre los paisanos que discurre por las montañas durante siete días, hasta que llegan a un pueblo situado en una ruta comercial donde venden la sal y compran las provisiones que necesitan. Y una vez hecho el negocio, vuelven por donde vinieron y vuelta a empezar con el trajín de la sal.
Los occidentales que pasan por allí siempre les hacen la misma pregunta: ¿Por qué no utilizáis algún tipo de motocacharro para llevar el agua? Así ahorrarías tiempo y esfuerzo.
Los findhiniyas, armados de infinita paciencia, siempre responden lo mismo: solo puedes quedarte con la sal que consigas con tu propio esfuerzo. De esta manera no esquilmamos la salina y nos aseguramos de tener siempre el recurso de la sal para seguir llevando nuestra vida sencilla que, como no podía ser de otra manera, nos encanta. Además, por muy bruto que te pongas, nadie consigue tanta sal como para destacar de los demás y creerse el rey del marambambo, lo que nos ahorra tener que tirarlo precipicio abajo.