jueves, 17 de octubre de 2013

Va siendo otoño

Me encantan los tomates. Me gustan tanto que me los como cuando están rojos, muy rojos o extremadamente rojos. Incluso, llego al paroxismo de comerlos también cuando han adquirido una tonalidad carmesí del todo. Pero, alabado sea el Señor, han llegado las primeras lluvias, y como suele decirse, se acabó lo que se daba. Ya no hace la temperatura adecuada para que maduren y, como pasa con el bañador o las transparencias, hasta el verano que viene no los volveré a degustar. Así de claro, se acabaron y punto.

Hay que reconocerlo: la naturaleza es más sabia que el más ignorante de los hombres, mujeres y niños que pueblan este planeta azul tirando a plástico, y en cada temporada produce los alimentos que mejor nos sientan. Ir en contra de la naturaleza, esto es, a favor de la sociedad de consumo, es ir contra la salud.

Sin embargo, no hay que preocuparse, pues la huerta siempre nos regala nuevos prodigios a los que entregarse a tope, sin la más mínima reticencia, casi con vicio, si se me permite la expresión.

Damas y caballeros ha llegado el momento de ponerse hasta las trancas de calabaza: calabaza para el desayuno, la comida, la merienda y la cena.

Adiós tomates asquerosos e insípidos, adiós invernaderos que tantos productos químicos abrasivos requieren, adiós al gazpacho en el que tanto me gusta bucear.

Ha llegado el otoño y, queramos o no, a nosotros también. Es hora de ser calabazas andantes que sudan puré aderezado de tomillo, romero, ajo, aceite de oliva en el que se ha dejado macerar albahaca fresca, sal de contrabando y algún que otro ingrediente del que ya hablaré.

Damas y caballeros ha llegado el momento de lucir la flor de otoño que todos llevamos dentro.


Regalos otoñales de la huerta

jueves, 10 de octubre de 2013

Prodigios de la huerta: la caléndula

Antes no plantaba caléndula, entre otras cosas porque no conocía su existencia, pero ahora está por toda la huerta. Nunca la riego, pero todo el año enseña su camisa anaranjada. No le dedico ni un segundo, pero todos los días, cuando bajo al huerto me pregunta por mi piel: ¿Oye, tío, todo bien por la epidermis?, y sí, todo bien.

La caléndula es una planta dura como la hoja de la espada del samurai, pues no necesita cuidados para que todo el año cuide de ti. Solo con una planta, tienes caléndula para toda la vida. Se reproduce sola, sin que tengas que recoger las semillas. Trasplantarla es facilísimo, ya que enseguida prende. Ni la helada, ni el calor pueden con ella, aunque sí es verdad que pierde exuberancia. Pero ahí está, como los amigos de la adolescencia antes de que la vorágine de la vida los separe.
Al principio no sabía qué hacer con ella, de hecho, no la arrancaba por ese punto romántico de tener todos los colores del mundo en la huerta. Poco a poco me fui enterando de que se podían comer los pétalos. Bien, dije, habrá que dejarla pues. Y un día leo que es enfermera-jefa dermatóloga, y claro, exclamo un sonoro ¡no jodas!, y me miro la piel deseando encontrar alguna herida o algo donde poder experimentar sus propiedades.
Uno de los puntazos de la vida en el pueblo es el tiempo libre que se tiene, la posibilidad de investigar cosas que en la ciudad nunca se me habrían ocurrido. Yo hice la carrera de Filología Hispánica y los libros de plantas como que no. Mi rollo era el Poema de Mío Cid, la poesía del 27 y demás clásicos, pero en el pueblo tienes que reinventarte a ti mismo, y en esa reinvención ya no hay lugar para los clásicos. Entonces los sacas de la estantería para venderlos en el mercado de segunda mano que hay en el pueblo de al lado, y su lugar lo ocupan libros de plantas, huertos, montes y potingues varios. Así fue cómo descubrí los tesoros que la caléndula posee, y cómo acabé rellenando la almohada con sus flores y decorando el buzón con sus pétalos, y sobre todo, cómo empecé a hacer jabones y cremas, al principio con cierto escepticismo y luego con verdadera pasión.
Primero empecé a probar las cremas y jabones con los colegas y la familia y, mira por dónde, a todos parecían gustarles. Eso me animó para hacerme un puesto ambulante y ponerme a vender por el pueblo. Un día apareció una pareja con un niño de unos diez meses. Con todo mi morro les ofrecí la crema de caléndula para los cuidados del bebé. La reacción de los padres, como no podía ser de otra manera, fue de rechazo. Un vendedor ambulante en una cuneta no parece de fiar. Para mi sorpresa, al cabo de media hora volvieron y me contaron la película: con el invierno tan húmedo, el niño tiene el culito escocido. "Hemos probado de todo pero el escozor sigue ahí". Los tranquilicé, les dije que la crema sólo llevaba aceite de oliva y caléndula de mi huerta, que si nada había aliviado al niño era simplemente porque la cosmética industrial utiliza refinados del petróleo y cantidades irrisorias de sustancias naturales. "De todas formas -dije-, llevárosla y no me la paguéis, vivo en el pueblo todo el año, este es mi teléfono". Me había olvidado ya de la movida, cuando sonó el teléfono. Alguien me estaba dando las gracias, la crema había funcionada, el escozor había desaparecido, quería más. Nunca he estado en la catedral de París, pero juro por Dios que en ese momento pude oír claramente el sonido del campanamen de la catedral llenando mis oídos. Por fin, algo había sucedido en mi vida de lo que sentirme verdaderamente orgulloso: había contribuido a curar el escozor del culito de un niño.
Podéis consultar las propiedades de la caléndula en cualquier manual. Básicamente son estas: ayuda a combatir eccemas, acnés, picaduras de insectos, úlceras, sabañones, heridas, quemaduras, etc. Y respecto a las pieles atópicas, quiero decir que nuestros jabones de caléndula están funcionando muy bien con niños que sufren esta plaga. Justo a la línea de flotación de la dermatitis atópica disparo con mi jabón de caléndula.
Tanto para los jabones como para las cremas, todo comienza bajando a la huerta. Luego se dejan macerar las flores en un tarro de cristal con aceite de oliva. Pasado un mes, se cuela y en la cocina se prepara la pócima. Es fácil, en realidad es un saber ancestral que durante cientos de años se ha transmitido de padres a hijos, pero claro, hoy la vida moderna no quiere saber nada del pasado, y así nos va.


Teo entre caléndulas
Jaboncito de caléndula

miércoles, 2 de octubre de 2013

Lana, lana, lana

Me gusta tejer. Me encanta imaginar patrones de prendas que nunca salen como las había ideado, pero que abrigan igualmente. Me gusta ver ovillos en un montón, con todos sus colores, y coger las agujas, y sentir el tacto de la lana al pasar entre mis dedos para convertirse en un gorro, unos guantes, un lo que sea. Pero quizás lo que más me gusta es el olor de la lana, ese olor a campo, a invierno, a jersey calentito. Aunque claro, para que huela así, la lana tiene que ser natural, sin mezclas sintéticas, sin procesos que le quiten su identidad y la conviertan en una fibra insulsa, anodina, sin vida.



Y ahí está el problema: que es muy difícil encontrar lana pura en las tiendas. Existen varias páginas web en las que se pueden comprar magníficas lanas vírgenes teñidas con tintes naturales, pero que proceden en su mayoría del Reino Unido. Y aquí, ¿es que no ha quedado nada de la tradición lanera que convirtió a España en uno de los principales proveedores mundiales de lana merina? 
Buscando, buscando, me topé con Laurentino de Cabo, uno de los últimos artesanos de la lana que quedan en Val de San Lorenzo. En este pequeño pueblo leonés llegó a haber 40 artesanos de la lana, de los que hoy solo quedan 4, y para los que no existe relevo generacional. Cuando Laurentino y sus compañeros artesanos abandonen el telar, los conocimientos adquiridos durante décadas y toda la cultura y la tradición generadas a partir de este oficio desaparecerán de Val de San Lorenzo. Quedará el Museo Textil, eso sí, con sus máquinas paradas y sus fardos de lana que nunca llegarán a convertirse en manta, porque un museo no deja de ser una exposición de piezas embalsamadas.
Aprovechando un viaje que estaba haciendo por la zona, me planté en el taller de Laurentino para comprar unas lanas con todo su olor a vida, pero no fue lo único que me traje de la visita. Laurentino es un hombre abierto y afable que contestó a todas mis preguntas de novata y me explicó con detalle el proceso para preparar la urdimbre antes de tejer una tela. También me enseñó la lana en rama, peinada, teñida, hilada... porque en su taller, Laurentino realiza todo el proceso que permite transformar un vellón de lana recién esquilada en un ovillo listo para tejer. 



Es importante conocer todos los pasos necesarios para conseguir un producto terminado, ya sea un ovillo de lana, o una manta, o un bolso, para así valorar el trabajo que implica. Si digo sin más que una manta pequeña de Laurentino cuesta 100 €, se podría pensar que es cara. Pero si se imagina el tiempo que ha tardado la lana en convertirse en esa manta, se llega a la conclusión de que el precio es más que justificado. Además esa manta seguramente nos durará toda la vida y nos servirá para extenderla en el suelo y sentarnos, para arroparnos, para protegernos de la lluvia...  


 

Laurentino me explicó que la lana es una fibra hueca, es decir, que si la mirásemos al microscopio la veríamos como un tubo hueco. Y esa cámara interior de aire es lo que convierte la lana en el mejor aislante térmico. Y si una vez tejida la tela, se abatana, las prendas que se confeccionen con esa tela ¡serán impermeables! Los pastores de Picos de Europa cambiaron durante algunos años las tradicionales mantas de lana por los chubasqueros, pero finalmente se dieron cuenta de que nada protege más de las inclemencias del tiempo y pesa menos que una manta de lana.





De esta productiva visita regresé a casa con un buen puñado de canillas de lana de maravillosos colores con las que a lo largo del invierno podré hacer guantes, gorros, bufandas... y todas esas cosas que me gusta imaginar, aunque luego nunca salgan como las había pensado.   


domingo, 29 de septiembre de 2013

Biopesas

Tenía un despacho a tope de multimedia y Wi-Fi donde me buscaba la vida. Y, quizás por eso, últimamente, andaba un poco atacado por microataques de hiperelectrobilidad quíntuple que me dejaban bastante minerodebilitado.
Pero todo cambió cuando encontré las biopesas, hasta el punto de poder asegurar que soy totalmente otro. Tiré a tomar por culo todos los cacharros de plasma de los que me rodeaba y monté un gimnasio chulísimo con ajos, calabacines y calabazas de cacahuete, y ahora estoy fibroso y tan fuerte que llevo de guantes botas de siete leguas.

Ya digo, biopesas, tal cual, sin colorantes ni conservantes.


Practicando el noble arte de las biopesas
 

jueves, 26 de septiembre de 2013

Soluciones del neolítico

Nuestra sociedad ha abdicado de solucionar a través del compromiso social los problemas que hemos creado . Hoy creemos que la solución a los problemas es inventar la máquina adecuada, sin darnos cuenta de que las máquinas nos hacen vagos, que son parte del problema. Un ejemplo de esto lo encontré en un pueblo al que fuimos a vender nuestros productos. Había unos chicos haciendo útiles del neolítico: hachas, puntas de flechas, etc. Estuvimos hablando de la preponderancia que habían adquirido en nuestra sociedad la tecnología y el saber teórico, hasta el punto de que se habían encontrado, en los talleres que ellos hacían enseñando las técnicas neolíticas, chavales que llevaban zapatillas sujetas con velcro, sin cordones, porque no sabían hacerse los nudos para atarse las zapatillas.

Decía alguien que un cínico es el que sabe el precio de todo, pero desconoce el valor de las cosas. Ésa es la pregunta: ¿conocemos el valor de las cosas?, ¿no nos estaremos volviendo tan inútiles que sólo sabemos el precio? Curiosamente en el neolítico no sabían el precio de nada, pues todo se lo hacían ellos mismos. Vivimos tiempos en los que los almacenes de todo a un euro han acabado con los artesanos y el plástico ha sustituido a las materiales naturales.
Hoy el pasado aparece olvidado tras toneladas de polvo tecnológico. No hay nada que buscar en él, ninguna solución puede salir de lo profundo de la historia. Sólo hay una puerta de salida y en ella un letrero iluminado con luces de neón dice: Progreso. Lástima que hayan borrado otro letrero que había más abajo y que decía: No pasar, altamente contaminante.
Suele decirse que quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Hoy la historia se ocupa de lo sucedido durante las últimas 24 horas; historia es el último mensaje recibido un instante después de leerlo. Si el pasado se ha olvidado y el presente se desvanece, ¿qué nos queda?


Nuestros amigos de Arqueodidat

Yo, un poquito más serio de lo normal, con algunas piezas del
calcolítico cedidas por nuestros amigos de Arqueodidat