jueves, 10 de octubre de 2013

Prodigios de la huerta: la caléndula

Antes no plantaba caléndula, entre otras cosas porque no conocía su existencia, pero ahora está por toda la huerta. Nunca la riego, pero todo el año enseña su camisa anaranjada. No le dedico ni un segundo, pero todos los días, cuando bajo al huerto me pregunta por mi piel: ¿Oye, tío, todo bien por la epidermis?, y sí, todo bien.

La caléndula es una planta dura como la hoja de la espada del samurai, pues no necesita cuidados para que todo el año cuide de ti. Solo con una planta, tienes caléndula para toda la vida. Se reproduce sola, sin que tengas que recoger las semillas. Trasplantarla es facilísimo, ya que enseguida prende. Ni la helada, ni el calor pueden con ella, aunque sí es verdad que pierde exuberancia. Pero ahí está, como los amigos de la adolescencia antes de que la vorágine de la vida los separe.
Al principio no sabía qué hacer con ella, de hecho, no la arrancaba por ese punto romántico de tener todos los colores del mundo en la huerta. Poco a poco me fui enterando de que se podían comer los pétalos. Bien, dije, habrá que dejarla pues. Y un día leo que es enfermera-jefa dermatóloga, y claro, exclamo un sonoro ¡no jodas!, y me miro la piel deseando encontrar alguna herida o algo donde poder experimentar sus propiedades.
Uno de los puntazos de la vida en el pueblo es el tiempo libre que se tiene, la posibilidad de investigar cosas que en la ciudad nunca se me habrían ocurrido. Yo hice la carrera de Filología Hispánica y los libros de plantas como que no. Mi rollo era el Poema de Mío Cid, la poesía del 27 y demás clásicos, pero en el pueblo tienes que reinventarte a ti mismo, y en esa reinvención ya no hay lugar para los clásicos. Entonces los sacas de la estantería para venderlos en el mercado de segunda mano que hay en el pueblo de al lado, y su lugar lo ocupan libros de plantas, huertos, montes y potingues varios. Así fue cómo descubrí los tesoros que la caléndula posee, y cómo acabé rellenando la almohada con sus flores y decorando el buzón con sus pétalos, y sobre todo, cómo empecé a hacer jabones y cremas, al principio con cierto escepticismo y luego con verdadera pasión.
Primero empecé a probar las cremas y jabones con los colegas y la familia y, mira por dónde, a todos parecían gustarles. Eso me animó para hacerme un puesto ambulante y ponerme a vender por el pueblo. Un día apareció una pareja con un niño de unos diez meses. Con todo mi morro les ofrecí la crema de caléndula para los cuidados del bebé. La reacción de los padres, como no podía ser de otra manera, fue de rechazo. Un vendedor ambulante en una cuneta no parece de fiar. Para mi sorpresa, al cabo de media hora volvieron y me contaron la película: con el invierno tan húmedo, el niño tiene el culito escocido. "Hemos probado de todo pero el escozor sigue ahí". Los tranquilicé, les dije que la crema sólo llevaba aceite de oliva y caléndula de mi huerta, que si nada había aliviado al niño era simplemente porque la cosmética industrial utiliza refinados del petróleo y cantidades irrisorias de sustancias naturales. "De todas formas -dije-, llevárosla y no me la paguéis, vivo en el pueblo todo el año, este es mi teléfono". Me había olvidado ya de la movida, cuando sonó el teléfono. Alguien me estaba dando las gracias, la crema había funcionada, el escozor había desaparecido, quería más. Nunca he estado en la catedral de París, pero juro por Dios que en ese momento pude oír claramente el sonido del campanamen de la catedral llenando mis oídos. Por fin, algo había sucedido en mi vida de lo que sentirme verdaderamente orgulloso: había contribuido a curar el escozor del culito de un niño.
Podéis consultar las propiedades de la caléndula en cualquier manual. Básicamente son estas: ayuda a combatir eccemas, acnés, picaduras de insectos, úlceras, sabañones, heridas, quemaduras, etc. Y respecto a las pieles atópicas, quiero decir que nuestros jabones de caléndula están funcionando muy bien con niños que sufren esta plaga. Justo a la línea de flotación de la dermatitis atópica disparo con mi jabón de caléndula.
Tanto para los jabones como para las cremas, todo comienza bajando a la huerta. Luego se dejan macerar las flores en un tarro de cristal con aceite de oliva. Pasado un mes, se cuela y en la cocina se prepara la pócima. Es fácil, en realidad es un saber ancestral que durante cientos de años se ha transmitido de padres a hijos, pero claro, hoy la vida moderna no quiere saber nada del pasado, y así nos va.


Teo entre caléndulas
Jaboncito de caléndula

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