Llevaba algunos años viviendo en La Taiga. Por mi cabaña pasaban comerciantes y curiosos interesados en mi línea de cosmética natural. En las conversaciones, muchos mencionaban con entusiasmo el nombre de Derzú Uzalá. Todos parecían habérselo encontrado cuando andaban perdidos, cuando La Taiga parecía que se los iba a comer. Una tarde estaba tranquilamente frente a la lumbre, cuando llamaron a la puerta.
-Buenas tardes, ando un poco perjudicado de esta rodilla. Me han dicho que aquí...
-¡Ostias, tú debes ser Derzú Uzalá! He oído hablar mucho de ti. Incluso tengo un retrato tuyo a carboncillo, mira.
-¡Joder, es verdad, parezco yo!
-Pero no te quedes en la puerta, pasa, siéntate aquí y vete remangando que te vas a lavar la zona afectada ahora mismo... Ahí lo llevas Derzú. Ahora te pongo la pomada de la verdad y la vida del tirón... Ahí, ahí... Vale. Deja que haga su magia. Apoya en este tronco la pierna.
-Gracias, de verdad. Desde que me tropecé, sentía que La Taiga me iba carcomiendo por dentro y por fuera.
-Que no, Derzú, que solo es una torcedura cojonuda. En dos días vas a sentir una gran mejoría y volverás a moverte por La Taiga como siempre.
-Me encantaría. La verdad es que me hubiera gustado traer algo para compartir, pero no he podido conseguir nada.
-¿¡Ah, sí!? Pues no te preocupes. Ayer mismo pasó una caravana de comerciantes por aquí y pude cambiarles mis productos por de todo: chocolate, café, tabaco, licor de hierbas... Hay para elegir, Derzú. Nos vamos a poner moraos, ya verás.
Lo pasamos estupendamente puliéndonos el cargamento. Derzú estuvo contando anécdotas divertidísimas y yo me veía totalmente en el papel de su segundo de aventuras por La Taiga. Fueron dos días apoteósicos, hasta que Derzú se recuperó del todo y se fue. Lo vi alejarse desde mi cabaña. Iba con la mano abierta saludando al agua, saludando al viento, saludando a la gente al entrar en La Taiga.